martes, 17 de noviembre de 2009

777

El siete de julio del 2007 mientras el gentil sol ayacuchano era devorado por el imponente cerro La Picota, yo esta sentado en una pequeña plazuela frente a la iglesia San Francisco de Paula.

Nuestro venerado sol opuso resistencia ante las fauces la madre tierra en una última explosión de energía que tiñó el cielo más naranja y más rojo, que luego se precipitó a la ciudad en forma de garúa fresca y que luego sentí en el rostro.

Mis parpados cayeron, sentí la caricia del viento y el olor a chapla recién horneada que se chorreaba por el mimbre de la canasta del panadero.

Seguí esperando sin dejar de disfrutar del majestuoso espectáculo de la naturaleza, pero esta vez más concentrado en la espera. La espera de la mujer que hace veinte horas atrás me había regalado desinteresadamente el placer de corresponderme un beso, un beso que si bien la espera de cuatro años le daba un valor aun más emotivo del esperado, fue un beso con otras connotaciones, desde un nuevo comienzo en nuestra historia, hasta la síntesis de la vida misma.

Sentí su olor, desde anoche su olor estaba en todas partes.

El viento arrulla al molle que adorna la plazuela con huaynos de lenta cadencia provocando la caída de algunas hojas. Una de estas decidió posarse en mi muslo izquierdo. Me pregunté, por qué me había elegido a mi entre todo el mundo para terminar esta parte de su vida. Miré las nubes que ardían por el reflejo de los deseos del agonizante sol antes de terminar de servir a esta parte de la tierra y entendí. Era un mensaje, un regalo del mundo.

Agradecido hasta los huesos guardé cuidadosamente la pequeña hoja en mi bolsillo y seguí esperando.

Mi flosita de ayrampo llegó cuando tuvo que llegar y no antes. Se paró frente a mí y con su sonrisa me abrazó, me volvió a besar y juntos desaparecimos por Jr Callao.
 

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